Tom Abatemarco, que en 1983 era el asistente de entrenador del equipo de baloncesto de North Carolina, vio a Webb jugar y le llamó para hacer una prueba. Abatemarco y Jim Valvano (el entrenador principal) fueron al aeropuerto para recibir a Webb. Cuando Valvano vio llegar a aquel chaval de 1,68, le dijo a Abatemarco: “Si ése es Spud Webb, estás despedido”.
Los que tenemos la suerte o la desgracia de estar solteros y sincompropiso, y seguimos la Summer League (más de los que pensamos y más de los que deberíamos), solemos aburrirnos como langostas en un acuario de restaurante con clientela lowcost. Allí estamos, casi sin poder aplaudir (metáfora a huevo: las pinzas están selladas con celo, y por los mejores motivos), observando en semiletargo lo que pasa, deseando que suceda algo diferente, salvo que entre un comensal adinerado, claro. Uno de los momentos más excitantes del pasado verano fue un Dallas Mavericks-Charlotte Hornets en el que un desconocido base japonés anotó 12 puntos en 11 minutos (5-7 en tiros de campo, incluyendo 2 de 2 rainmakers). Hasta cuatro veces me incorporé en el sofá; para luego sentarme inclinado hacia el monitor del ordenador y finalmente arrancarme las pinzas de cuajo y empezar a aplaudir. Incluso di un par de brincos y casi vuelco el plato hondo de los Doritos.
Se trataba de una exhibición en toda regla de Yuki Togashi, que con apenas dos décadas de vida y tras un verano que seguramente se le ha hecho eterno (en su hatillo, un puñado de sueños y más cursilerías) ha terminado firmando un contrato no garantizado con los Mavs. Pero también una especie de deja vu baloncestístico. En efecto, que mida apenas 170 centímetros, sea endiabladamente rápido, cruce la zona a galope para luego volver a salir y soltar el gatillo y provoque continuos missmatches es algo que nos sonará de algo. Bingo: no es el único jugador más bajito que el masajista medio agachado; Earl BoyKins o Nate Robinson todavía relampaguean en nuestras retinas como protagonistas de hazañas imposibles. También Muggsy Bogues. Pero sobre todo y por encima de todos ellos (no hablamos solo de altura), esa leyenda conocida como ‘Spud’ Webb.
Sentimos curiosidad y fascinación por ciertas anomalías. El tiro de Shawn Marion, las seis faltas en tres minutos de Bubba Wells, los tatuajes de Stephon Marbury, las pequeñas manos de Kwame Brown, las rodillas de cristal de Grant Hill, las lorzas de Boris Diaw, la vida (así en general) de Delonte West. De esas rarezas emana un cóctel de ternuna, puntos flacos e historias de superación. Pero eso no basta para desarmarnos. Necesitamos héroes, superhéroes que estén de nuestro lado. Que sean un milagro con patas (y alas, quizá garras) y que conviertan nuestra vida en algo llevadero gracias a ese sentimiento protector. No podemos aspirar a ser como ellos (habitar en la misma Fortaleza de la Soledad con Superman podría llevarnos al suicidio) pero por eso les queremos. Y por eso, a ratos, rezamos para que nos salven cuando un meteorito o la rama de un árbol caiga sobre nosotros (vivo actualmente en Madrid, gracias) o la resaca no se mitiga ni con una siesta de pijama y orinal.
2.
Spud Webb (Dallas, 1963) es al mismo tiempo anomalía, héroe, superhéroe y antihéroe, un personaje poliédrico que nos hace reflexionar lo que supone ver en una pantalla a alguien que tiene tu talla, que no es mucho más atlético que tú, que no parece más sobrehumano, pero que sin embargo te apabulla, como si te quedases en bañador dentro de un túnel de lavado que no se detiene jamás. No tiene nada que ver con lo que nos sucede al revisar viejos vídeos de Michael Jordan o de Larry Bird. Lo de éstos es algo directamente sideral, una supernova que no podemos siquiera concebir; como la física cuántica, la materia oscura, o la vida antes de haber sido engendrados: una apisonadora física, mental y emocional. Pero aún así, la sola idea de Spud Webb va mucho más allá y está mucho más lejos.
En 1986 yo tenía 13 años, un montón de revistas porno debajo de la cama y un póster de Magic Johnson. Jugaba en el equipo de mi instituto, y ya había asumido que probablemente no crecería mucho más de los 1,68 de entonces (me equivoqué por dos centímetros escasos). Mi mejor partido fue uno al que asistieron mis padres y en el que anoté de forma compulsiva, insólita, suertuda e impredecible. Ese verano había una especie de Campus George Karl en España, y camino a casa tras un entrenamiento especialmente duro mi padre empezó a hablarme de la posibilidad de asistir. Me dolía la rodilla izquierda, tenía nauseas y estaba harto de la disciplina de los horarios escolares. Sabía que siempre sería un tapón de alberca (a las chicas les decía que era por un medicamento contra el asma que había tomado siendo niño, cuando en realidad era cuestión de genes), que no llegaría lejos, ni al campus ni a ningún sitio con parqué. Lo que yo quería era salir por la noche, beber Martini bianco, asistir a fiestas, disfrutar las tardes libres, con sus meriendas-cenas.
Al ver el concurso de mates que ganó Spud Webb en el All Star de 1986, sentí orgullo y consuelo al mismo tiempo. Yo apenas conocía al jugador de los Hawks. De hecho al principio pensé que era alguien que iba a ayudar a otro concursante, es decir, que era OTRO el que iba a saltar por encima del simpático base con cara de bebé bailarín de breakdance. Pero nada de eso. Ver a alguien de tu altura hacer algo que tú jamás podrás hacer produce sorpresa, pero como dije antes, también alivio. ¿Para qué voy a esforzarme si nunca llegaré a cotas tan altas, si además él siempre lo hará mejor que yo? Él ya lo ha hecho, nadie necesita que yo lo intente. Podemos ahorrarle eso al mundo. Es como cuando intento preparar gazpacho casero. Por mucho empeño que le ponga, nunca me sale tan bueno como el que hacen en la frutería de mi barrio. No es barato, contiene algún ingrediente secreto, me ahorra tiempo, y quizás así logre aprender a hacer salmorejo. Estudiar y aplicarme a fondo el lado semi-oscuro del corazón adolescente (libros, discos, escapadas nocturnas, etc…) fueron mi salmorejo particular.
3.
Spud (forma cariñosa y familiar de Sputnik, apodo que debemos a su abuela, que pensaba que su cabeza tenía la forma del mediático satélite) Webb fue elegido en la cuarta ronda del Draft de 1985 por Detroit Pistons. El número 87 en un elenco ennoblecido por la presencia de Pat Ewing, Chris Mullin, Xabier McDaniels, Karl Malone, Joe Dumars, A.C. Green o Terry Porter, entre otros, y en el que hallamos robos tan sonados como los de Michael Adams, Manute Bol y un Arvydas Sabonis seleccionado 39 posiciones después de… sí, Fernando Martín. Hasta ese mismo instante se había visto obligado a recorrer un durísimo camino dictado por la estatura; y rebelándose contra los que le consideraban un pigmeo, un gnomo, un enano, acabó conquistando el circo y el jardín.
Podemos imaginar las miradas asombradas, incrédulas de entrenadores y compañeros en los equipos de instituto y universidad desde que le venían salir de vestuarios como humilde suplente hasta que terminaba, sí o sí, como titular indiscutible en todos ellos. En aquel 1985 fue cortado por los Pistons tras casi una semana de becario junto a Isiah Thomas o el también rookie Joe Dumars. Fue entonces cuando está a punto de fichar por los Harlem Globetrotters y llevar la vida típica del feriante que posteriza a diario a miembros de los Washington Generals. Pero también cuando fue invitado a participar en la pretemporada de los Hawks sustituyendo a Doc Rivers, el playmaker titular. Según la prensa local, el entonces entrenador, Mike Fratello, se había vuelto loco, tomaba alucinógenos o estaba buscando su despido. En efecto, al pelotón de los escépticos hostiles se unía ahora el gremio periodístico, también reacio a darle crédito a una personita a la que pueden mirar directamente a los ojos.
No solo entró en el roster, sino en la rotación -44 puntos de sutura en el labio tras un choque con Cedric Toney endurecieron el carácter ya marmóreo de nuestro protagonista-, y a final de la temporada los Hawks y Webb llegaron a un acuerdo para firmar por cuatro más, siendo su mayor éxito la final de la Conferencia Este que perdería frente a los Detroit Pistons en 1988. El resto está en la Wikipedia, los libros de historia y los beneméritos archivos, incluyendo una breve estancia en Italia en la temporada 97/98 (en el Scaligera Verona, donde promedió 12,7 puntos en tres encuentros en los que sumó tantos rebotes como asistencias: 1 en total) hasta que se retiró después de un contrato de 10 días con los Orlando Magic y un partido en la CBA con los renqueantes Idaho Stampede. Puso punto y final a su atribulada carrera el 14 de junio del año 2000.
De sus tres participaciones en los concursos de mates los seres humanos siempre recordaremos la primera (las otras dos, en 1988 y 1989 fueron mucho más discretas). Aquel 8 de febrero –efeméride tan icónica que es celebrada hasta en el Canal Historia– Spud sorprendió a propios (nunca mejor dicho: también a Dominique Wilkins, totalmente desprevenido antes el despliegue físico y técnico de Webb) y extraños con una exhibición que puede verse aquí en una deliciosa y naif narración que casa perfectamente con las imágenes un tanto deficientes pero con cierto encanto de la gala. Faltaban todavía unos cuantos meses hasta que Ramón Trecet entrase en nuestros hogares con su maravillosa dicción de abuelo cebolleta caramelizada. Reto a cualquiera a revivir aquellos instantes sin que se le dilaten las pupilas, se le erice el vello o se le ponga boca de gárgola. Y envidio más allá de lo razonable a quien lo vea ahora, hoy, por primera vez.
4.
En pleno siglo XVIII, un ilustrado catedrático de Fisiología, don Fernando Mateos Beato, ilustre conquense, sostuvo la teoría de que la capacidad de amor dependía del volumen del bazo. Según el sabio, cada historia de amor producía la aparición de una señal circular en dicha víscera. Si eso fuese verdad un análisis de mi bazo de 1986 mostraría semejanzas con el corte transversal de un tronco de árbol. Con una profunda y gruesa señal circular, y otras señales de menor importancia que la precederían. Ese verano de 1986 besé a una chica por primera vez, me enamoré en cuatro ocasiones, viajé a Inglaterra, me compré mis primeros discos (The Cure y Tom Waits, este último en casete), empecé un diario en el que repetía constantemente lo mucho que odiaba a mis padres, y me puse a traducir canciones de The Smiths y a convertir aquellos textos en “mis” poemas, con múltiples usos (conquista, reconquista, venganza…). Y sí, seguí un año más en mi equipo de instituto, con estadísticas incluso mejores que en mi temporada de rookie, pero ya no me importaba nada de lo que pasaba en la pintura o fuera de ella. En mi obsesiva y egocéntrica mente adolescente estaba seguro de que Spud Webb me había salvado, evitando que soñase más allá de mis posibilidades, mediocre escolta frustrado de provincias.
Han pasado 28 inviernos de aquello. Detrás de mi actual casa hay una cancha urbana de baloncesto, con seis canastas y redes metálicas, tableros también de metal y líneas pintadas «a su aire» por algún empleado municipal, es decir, marcando distancias NADA reglamentarias. Cada vez que fallo un triple o una bandeja, cada vez que el aro escupe un lanzamiento, siempre le echo la culpa a los fantasmas de los raperos del barrio que murieron en diferentes reyertas durante estos últimos años –se trata de enclave con cierto pedigrí conflictivo, sobre todo a principios de siglo- y ahora se entretienen haciéndome la vida imposible, desviando cada balón de su atinada trayectoria y bajando mis porcentajes a niveles de benjamín. Mi mayor miedo es que quede encajado entre el aro y el tablero. Y dado que mi capacidad de salto es ridícula, eso me pone todavía más nervioso. Pensar en dejar allí mi Spalding y tener que volver a casa a por el palo de una escoba me aterra. Siento vergüenza ajena de la imagen de mí mismo en mi cabeza.
Es entonces cuando pienso que bien podría ayudarme mi superhéroe favorito, recoger esa pelota del soporte, machacar y dejarla a mis pies para poder seguir con mi rutina diaria. Esas son las cosas que imagino con 41 años, entrenando en soledad por si acaso un domingo por la mañana me da por participar en una improvisada pachanga. Respiro tranquilo al elucubrar “Malditos raperos, no sabéis como se las gasta Spud Webb, dejadme en paz. Dejadme soñar ahora que nadie espera de mí ninguna proeza”. Es una forma como otra cualquiera de enfrentarse a la incertidumbre, a la muerte, y al olvido.
Curiosidades estadísticas de Spud Webb:
-Llegó a poner 2 tapones en un mismo partido en 9 ocasiones. En su carrera llegó hasta los 113.
-Con un porcentaje global del 84,5% en tiros libres, lideró la NBA en la temporada 94-94 con un meritorio 93,4%.
-De 1985 hasta 1990 tuvo un porcentaje paupérrimo en triples (0,07%, 6 de 79 en total). De hecho en las primeras dos temporadas sumó tres tristes triples. Pero desde 1990 hasta su retirada alcanzó un respetable 33,40% (314 de 940).
-Su mejor temporada, en cuanto a números, fue la primera en Sacramento tras abandonar los Hawks: 15,99 puntos, 2,90 rebotes, 7,1 asistencias, 1,62 robos en 77 titularidades.
-En liga regular nunca superó el 50% en tiros de 2. Tan solo lo logró en los 9 partidos de play-offs de la temporada 85/86, donde curiosamente también alcanza su record de asistencias (7,22).
-Su peor día como base fue contra Seattle el 4 de febrero del 92, con 9 pérdidas (robó 5 balones, cerca de su récord de 6).
Jesús Llorente (Cádiz, 1972) es fundador y director de la discográfica Acuarela Discos desde 1993, cofundador de la editorial Acuarela Libros en 1999 y director artístico del festival Tanned Tin. También es autor de tres libros de poemas, Luna hiena (Vitruvio, 1998), Verano muerto (Renacimiento, 1999) y Ensayando una mueca (Vitruvio, 2012). Responsable de la biografía del grupo Los Planetas, La Verdadera Historia, publicada por Rockdelux en 1999, ha escrito letras para artistas como Migala, Grupo Salvaje, The Wave Pictures o El Hijo, y traducido al castellano a Philip Larkin, Raymond Carver y Dennis Cooper. Autoayuda Ilustrada y Fotos Kirlian de Madriz, junto al polifacético Wenceslao Lamas fueron sus dos primeras incursiones en el mundo del guión para cómics/dibujo/ilustración Además de colaborar habitualmente con la revista Rockdelux, en la actualidad está traduciendo al castellano todos los tebeos publicados por el músico norteamericano Jeffrey Lewis.
Excelente artículo, ojala subieran más así, saludos desde México
¡Bravo!
Magnífico, un tono muy diferente al de la mayoría de artículos sobre leyendas NBA. Irónico, personal y didáctico. Felicidades.
Wow, al principio pensé que era un tocho y al final se me ha hecho corto!
Muy bien, me ha encantado. A ver repite el autor. Saludos desde Toledo.