Primer lunes de abril… y, por primera vez en más de 80 años, no habrá colofón a ese “March Madness”, por desgracia esta vez no podremos vivir esa sucesión de sonrisas y lágrimas que acompañan a la sintonía del “One Shining Moment”.
A continuación, y aunque sólo sea para hacer algo más llevadera la situación, acercamos cuatro de los pasajes más reseñables del torneo universitario a lo largo de su octogenaria historia.
UCLA y Lew Alcindor: la dinastía
Los 10 entorchados en 12 años de los Bruins del inefable John Wooden constituyen uno de esos pocos récords que, a buen seguro, perdurarán para la posteridad en el mundo del deporte. Si bien el colofón, ya en los años setenta, que hombres después curtidos en finales NBA como Bill Walton o Henry Bibby pusieron para terminar el reinado de la universidad californiano resultó, cuanto menos, avasallador; si algún corto periodo cambió el baloncesto de la época desde el periodo universitario, ese sería precisamente el que discurrió bajo el reinado de Lew Alcindor (1996-99).
Tres campañas, y sólo tres porque entonces los freshmen tenían restringida la disputa de partidos oficiales el primer año, bastaron y sobraron para que el poco después ya conocido como Kareem Abdul-Jabbar se erigiera, en palabras recientes de su sempiterno compañero en la NBA Magic Johnson, como el mejor jugador universitario de todos los tiempos. Tres títulos consecutivos con sendos MVP’s del Torneo Final jalonan el palmarés del hombre que cerró su etapa en UCLA con 26.5 puntos de media y 30.4 en esos tres partidos por el trofeo.
Pero sí en lo estrictamente deportivo su legado no tiene parangón en la NCAA, si cabe de más relevante cabría calificar lo dejado por su imponente figura fuera de esos parámetros. Su conversión al Islam durante esta etapa haría que el primer anillo de los seis que logaría en la NBA ya se le otorgará bajo unos de los nombres más míticos que haya ofrecido el deporte de la canasta: el de Kareem Abdul-Jabbar. Su arañazo en la córnea en su último curso (de ahí la imagen icónica ataviado con las gafas que ya siempre le acompañaría), o su renuncia a los JJOO de México ’68 por asuntos raciales, son otras de las muestras del enorme calado (casi a la altura de su proverbial “sky hook”) de la personalidad del personaje; comenzada a forjar durante su más que prolífico periodo previo al profesionalismo.
Sí, en los setenta ya hubo un Magic-Bird
Hay vidas destinadas a entrelazarse, a coincidir permanentemente. Probablemente ése, el del destino, fuera el capricho que propició que Larry Bird hubiera de esperar un curso más de habitual, hasta el año natural de vigesimotercer cumpleaños, para llegar a la NBA. Y es que “pájaro” del Estado de Indiana se vio obligado a cambiar su perspectiva universitaria, al pasar de los Hoosiers de Indiana al mucho más familiar centro formativo de Indiana State, conocidos como los Sycamores, pasando así un año en blanco como la reglamentación de la NCAA prevé para ese tipo de casos; e incluso siendo elegido en el Draft de 1978 pudiendo continuar un año más en la competición, norma ya abolida. Cuentan que el joven rubio, criado en un pequeño instituto de Indiana, jamás llegó a acostumbrarse a un campus de más de 30.000 personas como el que dirigía Bobby Knight en su vertiente baloncestística.
Mientras, paradójicamente no tan lejos, Magic entraba en Michigan State cuando Bird ya había efectuado ese cambio en su etapa universitaria. La voluntad del genial base de 2.06, algo que ya hablaba bien a las claras de su peculiaridad, no era otra que la de no agotar su periodo universitario, puesto que muy atrás en el tiempo quedaba ya la denominada “Fourth year rule”, aquella en base a la cual los jugadores debían cumplir enteramente sus ciclos.
Así pues, Magic se aprestaba a una segura elección en el número 1 del Draft de 1979, y en torno a la que los Lakers cimentaron su leyenda de conjunto agraciado en estos eventos, puesto que la elección correspondería a unos aún New Orleans Jazz que años antes traspasaron la misma, y que terminarían con el peor balance de la temporada, haciendo posible con ello que la elección de los angelinos no se demorara más allá del primer número.
Por tanto, ambos parecían, una vez más, predestinados a dilucidar el campeón de la NCAA en la edición de 1979 en el último año de ambos durante sus respectivos ciclos formativos. Indiana State llegaba invicta a una final que, no obstante, depararía la mejor versión del inigualable Earvin “Magic” Johnson en pos de conducir a los Spartans al que sería su primer entorchado de la NCAA, en uno de los, aún a día de hoy, encuentros más vistos de la historia del Torneo Final. Ya inmersos de lleno en el profesionalismo, Magic continuaría decantando en su favor el duelo particular en estás tan clásicas como apasionantes finales; llevándose sus Lakers las de 1985 y 87, mientras que Bird sólo podría ayudar a los Celtics a hacer lo propio con la primera de esas batallas NBA, en las de 1984. Eso sí, la historia, siempre caprichosa tenía reservado el mismo número de MVP’s para ambos a lo largo de sus respectivas singladuras en el profesionalismo, con tres para cada uno, amén de coincidir, en una ocasión más, en el oro olímpico de Barcelona’92 casi como epílogo para sus brillantísimas trayectorias.
Todo «last shot» tiene su «first shot»
Pese a su vuelta posterior fundamentada en complementar la labor de despachos que realizaba en los Washington Wizards, el último tiro, de tantos y tantos destinados a ganar partidos, de la carrera de Michael Jordan no sería otro que aquel en el que separaba a Bryon Russell para crearse el espacio suficiente y así decidir ese sexto anillo de los Bulls en ocho años (segundo three-peat), a falta de dos segundos en el sexto encuentro de las NBA Finals de 1998.
Sin embargo, un primer lunes de abril de 1982 podría decirse que comenzó todo. Georgetown, a los mandos de un imperial Pat Ewing, esperaba como gran favorito a los Tar Heels de Jordan o el, a la postre MVP James Worthy. Ewing, posterior compañero de Jordan en las medallas de oro olímpicas de Los Ángeles ’84 y Barcelona ’92, imponía su dominio bajo los tableros en un choque que ofrecía ligeras ventajas en el marcador para sus Hoyas, sólo la irrupción de un jovencísimo freshman llamado Michael Jordan para North Carolina permitía a éstos llegar con opciones hasta el final. Con uno arriba para Georgetown, la responsabilidad terminaría siendo para quien nunca la rehuyó, y, a través de una suspensión esquinada marca de la casa, los Tar Heels del mítico Dean Smith se convertirían en los primeros afortunados por contar con la presencia en sus filas del que, seguramente, terminaría por ser el hombre más determinante en este tipo de situaciones de la historia del deporte.
De la saga de “Coach K” al mal fario de Chris Webber
Bajo la batuta de uno de los mejores entrenadores universitarios de todos los tiempos si no el mejor, Mike Krzyzewski, Duke se convirtió, mediante el “back to back titles” cosechado en 1992 y 93, en el más poderoso conjunto de la NCAA en estos últimos 30 años. No obstante y como sucede a menudo en casos de este tipo, las carreras de sus principales jugadores una vez ya enrolados en la NBA no se constituyeron en elementos suficientes como para continuar con esa proporcionalidad.
Ni siquiera el número 3 de uno de los mejores Drafts de los 90 como el de 1992, Christian Laettner, logró tener el impacto que su trayectoria universitaria y su controvertida inclusión en el Dream Team de Barcelona’92, el único fidedigno, habían hecho presagiar. Autor de la inolvidable canasta que dejaba a los Kentucky Wildcats de Pitino fuera de la Final Four de 1992 tras un saque de fondo en forma de pase de béisbol de Grant Hill a falta de dos segundos, el “yerno perfecto” nunca mostró ni la mitad de hambre competitiva como profesional.
Más paradigmático si cabe resulta el caso de otro número 3, de 1994 en este caso, como el propio Grant Hill. Un calvario de lesiones (disputaría, por ejemplo, sólo 47 partidos entre 2004 y 2006 en sus cuatro primeras campañas en Orlando Magic) dejarían al que estaba destinado a ser el mejor alero de la liga sin posibilidades de demostrar esa condición. Tampoco su compañero de apellido, Tyrone Hill, añadiría excesivos réditos a esos dos títulos universitarios pese a llegar a disputar la final de 2001 como integrante de los Philadelphia 76ers.
Pero, sin duda, el asunto más descorazonador en aras de profundizar en ese relato de poco éxito posterior en relación a aquellos Blue Devils lo encarnaría Bobby Hurley. Base fiable y cerebral, Hurley ya comenzaba a destacar en unos Kings, quienes confiaron en él como número 7 de ese mismo Draft, en el apartado pasador, hasta que, tras el que era únicamente su decimonoveno choque como profesional, una camioneta arrolló a su vehículo al volver del Arco Arena de los Kings después de haberse medido a los Clippers. Más de un año sin jugar y, tras ellos, sólo tres temporadas después, el que fuera prolongación de Coach K en la cancha se veía obligado a poner fin a una inmerecidamente deslucida trayectoria NBA.
Aquí, para tristeza de muchos, no terminarían las desdichas en este primer lustro de la última década del Siglo XX en lo que a la NCAA se refiere. Frente al pragmatismo y la solidez de Duke, una alternativa menos ortodoxa pero, incluso, más atractiva para el gran público empezó a emerger. Eran los “Fabulous Five” de Michigan; es decir: Jimmy King, Jalen Rose, Ray Jackson, Juwan Howard y Chris Webber, quienes en su primer año juntos probarían las mieles de la derrota, claramente y por 20 puntos de diferencia además, frente a los casi inabordables Blue Devils en el marco del partido final.
Mucho más cruel para ellos resultaría la segunda de las derrotas en su segundo duelo por el título consecutivo; aquel en que su indudable estrella, el número 1 en el Draft de 1993, Chris Webber, solicitaría aquel tiempo muerto una vez ya consumidos cuando, con dos de desventaja, los Wolverines se aprestaban a disfrutar de una última posesión que bien podría haberles otorgado un galardón de campeones nacionales. Por otra parte, bien merecido. El rostro del genial ala-pívot durante el rosario de tiros libres lanzados por North Carolina, y que emanaban de la técnica con la que su acción fue castigada, así como de las posteriores faltas, es considerada una de las imágenes más descorazonadoras de la historia del deporte americano, algo difícilmente superable. Tal vez, sólo si todos los registros de aquel electrizante equipo (pese a que nunca se alzara con el título) pasaran al olvido, cuestión que tuvo lugar algunos años después, por lo menos de forma oficial, al percatarse las autoridades de que algunos de los componentes de Michigan habían recibido dinero durante esas épocas. Lo cual, ni que decir tiene, se halla bajo prohibición expresa.