Drazen Petrovic, 21 años desde su marcha

homenaje al genio de Sibenik

Se me erizan los pelos de mi cuerpo cuando me pongo a escribir este artículo, recordando al mayor talento que el baloncesto europeo jamás ha dado, un anotador insaciable, un líder silencioso, carácter balcánico, trabajador insaciable, un hombre que daba su vida por el baloncesto.

Hoy se cumplen 21 años de su trágica muerte, desde aquel último viaje que el croata tomó, desde que un camión se cruzó en su vida. Drazen volvía a su país con su novia, había jugado con su selección en el país germano, y había decidido acompañar a su chica en coche, en vez de volar con el equipo. Rebelde por naturaleza.

43797_0Cuando empecé a oír a hablar de Petrovic yo era un niño pequeño y el genio de Sibenik ya no estaba con nosotros, fue la contundencia de las palabras de mi padre las que me llevaron a interesarme por el croata. Decía mi progenitor que Drazen era un jugador diferente.

Cuando el escolta fichó por el Madrid, él le conoció, me contaba historias, Petrovic le llamaba todos los domingos a última hora para saber cómo habían ido todos los partidos de la jornada, sabía contra quien se iba a enfrentar dentro de tres semanas, conocía a todos los jugadores del equipo rival, era un devorador de baloncesto, un jugador diferente, «nunca vi nadie con la misma personalidad, ni el mismo hambre, quería conocerlo todo, se tiraba horas al teléfono preguntándote y hablando de baloncesto», palabras de mi padre.

Ante tanta devoción, yo no podía quedarme ahí, y empecé a leer. De entrada parecía un jugador de personalidad fría, un hombre que amas u odias, que no te hace sentir indiferente, «cuando me enteré de su muerte no me lo podía creer, habíamos hablado hacía menos de una semana y estaba feliz. Había completado el mejor año de su vida en la NBA y todo le iba a pedir de boca».

Inventó el baloncesto europeo tal y como hoy en día lo conocemos, desafiando las leyes de la lógica, con pases sin mirar, actuaciones históricas, con una plasticidad digna de un juego animado. Un dominio de la pelota asombroso y una cara de diversión oculta en la seriedad del que está concentrado, cuando salía a la cancha, como a nadie he visto. Talento puro y dedicación extrema mezcladas solo puede dar buenos resultados.

Un jugador que anotaba desde todas las posiciones, que había impresionado a la NBA, que había puesto Europa en el mapa del baloncesto mundial, que huyo de Zagreb, y de Madrid, en busca de su sueño, y lo encontró, y cuando más disfrutaba, la vida se lo llevó. Maldito 7 de Junio de 1993.

(Y aquí paso el testigo a mi padre).

La noticia de su muerte, sí, me la dio Basterra, periodista de Barcelona, al llegar a Castellón porque esa tarde jugaba la selección de Lolo Sainz con un combinado de Estados Unidos, todos universitarios. Es de esas informaciones que te impactan, que no se olvidan, que no te crees, y que te refugian en la habitación del hotel para asimilar lo que te acaban de contar.

Que no era una broma macabra, que era trágicamente cierto. Y entonces te da por repasar a la velocidad que te permiten las neuronas lo que habían sido diez años de amistad con aquel genio del baloncesto que a nadie dejaba indiferente. Se le amaba o se le odiaba, pero incluso quienes le odiaban, acababan aceptando que aquel tipo travieso con el balón en las manos era un talento increíble.

31713_300x398Nunca fue un portento físico, un intimidador del músculo, porque era más bien flaco, y por eso trabajaba a destajo fuera de las horas de entrenamiento: corría con lastres para fortalecer su tren inferior, y luego, a cualquier hora, se castigaba los fallos en el lanzamiento repitiendo tiros, y tiros, y tiros. Mientras otro tipo de jugador hubiese ensayado mates, él practicaba el triple, que a fin de cuentas siempre suma más que un mate.

Yo le conocí de júnior, en Bulgaria, en el Europeo de Haskovo y Dimitrograv, en los ochenta. Dos ciudades donde las galletas de chocolate casi dulce era un manjar, donde si tenías suerte podías cenar salami con pan blanco, y donde si estabas espabilado podías vender tus dólares en el mercado negro muy por encima del precio oficial. La pena es que no había nada qué comprar.

Pues en aquel escenario se disputó uno de los mejores europeos de siempre en esa categoría, por la cantidad de talento y por su influencia posterior. No sólo estaba Drazen Petrovic, también Vrankovic, y Cvjeticanin, y Biriukov, y Binelli, y Villacampa, y un tal Detlef Schrempf, el alemán que haría una prolongada carrera en la NBA.

El caso es que ganó la URSS, y Yugoslavia fue segunda, pero ya se vio entonces que aquel tipo, base alto, de pelo afro y de color ceniciento, era un jugador por encima de la media de los notables. Fuera de la cancha, intentaba pasar desapercibido; pero cuando entraba en la pista se transformaba. No sólo ganaba por su calidad en el bote, por su primer paso imparable, por su lanzamiento demoledor. También porque mantenía una guerra psicológica con sus marcadores a los que irremediablemente castigaba para futuros compromisos.

Porque Drazen sabía todo del rival, y qué le dolía, que le perturbaba, qué le sacaba de quicio. En eso tenía una ventaja sobre todos, porque a él sólo le influía la derrota. Ganar. Eso era todo. Y ser el mejor, y trascender.

Lógicamente, saltó a la selección absoluta yugoslava, y al Cibona de Zagreb donde estaba su hermano, y donde se formó un equipo alrededor de aquel ilustre jovencito que puso al equipo zagrebino en la final de la Copa de Europa ante el Zalguiris de Sabonis en Budapest. Y ganó Petrovic porque, sobre todo, Sabonis fue un infantil y se autoexpukso por lanzar un puñetazo que no impacto en Nakic, aunque el yugoslavo se desplomo como un saco de patatas.

Petrovic, para entonces, ya tenía dos moras: jugar en España y llegar a la NBA. Y en España, porque cada verano venía de gira a nuestro país, y le gustaba el ambiente y el dinero que pagaban. De hecho, él se vio azulgrana, y por eso se significó tanto en sus duelos con el Real Madrid, ante Iturriaga, ante del Corral, ante Corbalán. Pero llegó Mendoza y cambió el rumbo de los acontecimientos para llevarse al equipo madridista.

Cuando él llegó ya estaba Fernando Martín, de vuelta de la NBA. Dos gallineros en el mismo corral. Mandaba Fernando, la estrella española, pero con el balón, bueno, con la pelota era otra cosa: mandaba Drazen que era quien repartía juego.

Drazen-Petrovic-never-got-the-chance-to-break-loose-in-Portland.-Andrew-D.-Bernstein-NBA-Getty-ImagesEn su única temporada de blanco no ganó la Liga, aunque el árbitro Neyro algún día cuenta los motivos. Pero se llevó la Recopa, frente al Caserta de Oscar Schmidt, en aquel duelo de artilleros y en el partido que llegó a los 60 puntos el de Sibenik. Nunca he visto un triunfo más amargo, porque en el avión el título no se celebraba: por delante, Drazen con Villalobos; atrás, conciábulo de Fernando Martín, con Biriuko y algunos más, y con Johnny Rodgers sin posicionarse.

En ese verano quedó claro que Petrovic se iba, y se marchó una mañana en la que puso al Atlántico por medio para llegar a Oregón, donde había jugado Martín. Lo que pasó en Estados Unidos, ya se sabe, aunque tal vez no se conozca aquel sufrimiento inicial en los Trail Blazers, pero él sabía que era tan bueno como el mejor, y perseveró para serlo.

Cuando murió ya era uno de los jugadores de más clase de la NBA, un tipo por el que se interesaba Michael Jordan, por ejemplo. Por eso su recuerdo perdura, es un mito, un héroe, una leyenda. En Zagreb, una cancha lleva su nombre, con su estatua en la puerta. Y un recuerdo indeleble en todos los que, por una causa u otra, alguna vez compartimos ratos de nuestra vida.

Y en la NBA no fue reconocido como una estrella porque la vida no le dejó. Descansa en paz genio, no te olvidamos.

Ignacio Ojeda y Enrique Ojeda.