Ser o no ser, he ahí la cuestión

Análisis | Un artículo de Antonio Vázquez

Nadie está predestinado a nada. La vida de cualquier persona y la carrera de cualquier deportista discurren por uno u otro lugar debido a las diferentes decisiones que toma y que se acumulan a lo largo del tiempo. Cada elección implica una renuncia y un posible cambio de panorama o circunstancias.

Las grandes figuras del deporte, al igual que el resto de iconos con trascendencia histórica, no ocupan una posición de privilegio por pura casualidad. Todo responde a una causa, normalmente relacionada con el esfuerzo. El talento es un aspecto sobrevalorado, porque está más repartido de lo que parece. Casi todos tenemos talento para algo, y algunos –pocos- para muchas cosas. Saber detectar en qué aspecto podemos destacar y desarrollar después nuestras habilidades hasta sus límites es lo realmente importante.

No pretendo ofrecer lecciones baratas de filosofía en estas líneas, pero el preludio sirve como introducción a una teoría personal sobre aquello que diferencia a las grandes estrellas de la NBA con jugadores que, contando con las condiciones necesarias para llegar a serlo, nunca alcanzan por completo este estatus. Es simple, para mí sólo la voluntad de mejorar sirve como frontera entre uno y otro grupo. Por centrarnos en la NBA; el ‘rookie’ que aterriza en la Liga con un buen número de atributos para jugar al basket y que tiene una ética de trabajo férrea, suele llegar lejos. Y el que rezuma calidad por cada uno de sus poros, pero enfoca su profesión con menos intensidad, tiene muchas opciones de no exprimir al máximo su potencial. Algo descorazonador, sí. Como escribió Chazz Palminteri en aquel fantástico guión (basado en su propia infancia) que dirigió e interpretó Robert De Niro: “No hay nada más triste que el talento desaprovechado”.

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Michael Jordan es el arquetipo de un jugador cuya grandeza derivó en gran medida de su obsesión por mejorar. No es que tuviera una mala base, pero al contrario de lo que se suele pensar, no era la mayor estrella de aquellos Tar Heels que conquistaron la NCAA. Ese honor correspondía a James Worthy. Cuando alcanzó el profesionalismo, Jordan era un jugador de físico privilegiado y una grandiosa capacidad para anotar, un sólido proyecto de estrella. Nada que no se hubiera visto antes en una Liga que desde hacía décadas disponía de los mayores talentos estadounidenses para el basket, y que en los últimos años ha ampliado su rango de acción hasta abarcar al mundo entero. Muchos de los analistas de mediados de los ochenta aplicaron con ‘MJ’ los mismos prejuicios que dos décadas después acompañarían como un insistente acosador a LeBron James.

Jordan no era un jugador especialmente generoso, aprovechaba sus ventajas físicas para llevar a sus rivales al poste o superarles en penetraciones y no parecía disponer del carácter necesario para llegar a ser el líder de un equipo campeón, alguien que pudiera medirse con los Celtics de Larry Bird o los Lakers del ‘showtime’ que encabezaba Magic Johnson. Es cierto que en los despachos de aquellos Bulls se trabajó muy bien, engarzando con paciencia y acierto piezas hasta fabricar un equipo grandioso. Pero el elemento diferenciador que convirtió a ese gran conjunto de jugadores en una dinastía, fue la evolución de su líder y estrella. ‘Air’ trabajó con una devoción fanática para ser mejor y más completo, para expandir sus límites como jugador. Su relación con el basket se hizo global, abandonando la unidimensionalidad del simple anotador. Jordan aprendió a moverse lateralmente o a salir a ayudas para defender, mejoró un deficiente lanzamiento de larga distancia, asumió cómo buscar a sus compañeros cuando todos los caminos al aro tenían puesto el candado… En definitiva, entrenó sin descanso hasta lograr su objetivo y ser el mejor, y su extremo nivel de exigencia lo supo transmitir con dureza marcial a su entorno. No fue el primero en hacer algo así, pero sí sirvió de inspiración a otros, a gente como Kobe Bryant o LeBron James.

Miami Heat v Los Angeles Lakers

Los dos son muestras de lo imprescindible que es el esfuerzo para alcanzar el éxito. En cualquier actividad o profesión, no sólo en el basket. Otra cosa es dónde se fija el umbral de lo que considera éxito cada uno. Quizás para un determinado jugador, llegar a la NBA, ser titular o disputar algún ‘All-Star’ signifique haber visto cubiertas sus metas. O puede que sus capacidades no alcancen para más. Entonces, estoy de acuerdo, se puede dar por satisfecho. Los límites son personales e intransferibles, pero es poco justificable que ni siquiera se busque alcanzarlos.

Tampoco digo que no hayan existido grandes estrellas en la NBA cuyo triunfo haya llegado sin miles de horas de oscuros y poco atractivos entrenamientos. Esta tipología es tan excepcional que sólo se justifica si el jugador en cuestión tiene alguna ventaja, una diferencia realmente inigualable. Como Shaquille O’Neal o Wilt Chamberlain. En mi caso, me suelo imaginar el techo que podrían haber alcanzado ambos con un enfoque más ‘jordanesco’ de sus respectivas carreras. Y creo firmemente que habrían ganado mucho más, aunque también tengo claro que ambos se retiraron muy satisfechos con sus logros. Me produce cierto desasosiego ver a jugadores como Dwight Howard o Carmelo Anthony, con recursos ‘de serie’ con los que sueñan millones de personas, no implicarse al máximo en su vertiente profesional. Ambos son dolorosos representantes del poblado club de ‘lo que pudieron llegar a ser’, como Charles Barkley, como Allen Iverson, como otros tantos. La diversidad en cuanto a personalidades es inevitable y no todo el mundo posee ambiciones o está dispuesto a sacrificar lo necesario para llegar a ser el mejor en aquello a lo que se dedica. También es inevitable que los que no disponemos de grandes cualidades tengamos, en estos casos, la molesta sensación de la envidia que generan los talentos desperdiciados, sea cual sea la medida de su desaprovechamiento.

 

Por Antonio Vázquez Villoria, director de la revista Oficial NBA