Atlanta Hawks, un corazón más grande de lo normal
Temporada histórica la de la franquicia de Georgia
«I am larger, better than I thought / I did not know I held so much goodness´´ – Walt Whitman
Si nos figuramos el vínculo que comúnmente existe entre propietarios, GM’s, entrenadores y fans de cada franquicia NBA con el equipo de sus entretelas como si fuese una relación de pareja (en realidad de poliamor, pero mejor no enredarnos), no se nos escapará el hecho de que más tarde o más temprano hay que afrontar el recurrente trance de “cariño, tenemos que hablar” o “¿Qué te pasa? – Dímelo tú”. Esa mareante encrucijada, ese puntilloso punto y coma, esa zona cero punto cero. Y aferrándome a dicha alegoría, justo al terminar las finales de conferencia, contemplo a muchos de esos equipos -todos eliminados en las rondas previas con mayor o menor dramatismo o desahuciados desde el cierre de la temporada regular-, inmersos en dicho aprieto: un vórtice que acongoja como ningún otro.
Así sin marear la perdiz, se me ocurren Oklahoma City Thunder, Toronto Raptors o Brooklyn Nets. También Miami Heat. Quizás Dallas Mavericks. No lo tengo claro con LA Clippers (la herida es algo reciente y no hay mercromina ni vendaje que pueda disimularla). Pero por expresarlo de la forma más cristalina: el paradigma de este segundo de la verdad en el que abres los ojos para sentir el verdadero peso de las ojeras, dejas de lado cierta enajenación transitoria de los sentidos y te das de bruces con la realidad, serían los Phoenix Suns, esa escuadra con cartabón, ese equipo dirigido con tino y con astucia al que no se le puede objetar nada y que por culpa de la geografía, la historia o la bipolaridad, y aunque sume 87 victorias en dos años, hace las maletas en abril, las vuelve a abrir en octubre y renueva su vestuario en febrero.
Pero pensemos de nuevo en la pareja ficticia. Claro que os habéis querido, aunque ahora se os note incómodos. Es obvio que algo está fallando. Ya no os tocáis como antes. A veces no estrenas camisa los sábados. Ella ni siquiera necesita simular una migraña. Parece que ya no eres tan gracioso al beber, y un codo permanente en tus costillas te indica que sí, que es verdad, que resulta que roncas. Es cierto que hay fórmulas para avivar la llama, pero ya nunca va a incendiaros. Abrazar ya no equivale a abrasarse (“más vale casarse que abrasarse”, decía San Agustín sobre el matrimonio). Veis menos películas que antes (ni hablar de ir al cine). Tampoco hay pases en ropa interior, sino siestas de pijama y Orfidal, y en ropa anterior. Las comidas familiares de domingo se hacen más y más insoportables. ¿Merece la pena seguir intentándolo, empeñaros en que funcione, salir sencillamente ilesos pero nunca victoriosos?
Pues bien, en esta época de tanking facilón y vacilón (hello 76’s, hello ‘Wolves), de disfunción eréctil, de rutina, cuernos reales, infidelidades virtuales, chorbagendas y perennes ex de hoja caduca, nuestros Atlanta Hawks decidieron optar por la opción más difícil. Sabiendo que el carácter es el destino, los de Mike Budenholzer (que en mi hilo conductor se ha destapado como el perfecto terapeuta de pareja) pueden engañarte con sus hechuras –de casta le viene al galgo, y 18 años en San Antonio dejan su impronta-, y nos han hipnotizado durante la temporada y buena parte de los play-offs con su altruismo, su maquinaria perfectamente engrasada, sus hockey-passes, su candidez antes del salto inicial y datos tan significativos como el de haber sido los segundos en asistencias por partido (25.7) de la regular season. Los Hawks fueron un núcleo solidario en el que no cabía el egoísmo, el exceso de orgullo, las malas caras o un mero desplante.
Camaradería, respeto, saber estar, cariño y complicidad. Votos renovados porque no puedes imaginarte otra cosa diferente, porque merece la pena no morir mal acompañado. Algo se condensa, echa raíces. Y a partir de ello se ensambla una aguerrida guerrilla capaz de rescatarse a sí misma y cuidar todos los aspectos de su atractivo, de establecer nuevos códigos privados, de ofrecer puntuales chutes de locura dentro de un entorno de paciencia y nudos factuales. “Esto hay que sacarlo adelante”, el azar ya no intriga contra ti, y como dice Roland Barthes en “Fragmentos de un discurso Amoroso”, aunque todo sean “contingencias, pequeños acontecimientos, incidentes, reveses, fruslerías, mezquindades, futilidades, pliegues de la existencia amorosa”, los enamorados caminan por las calles, por el parqué, a sabiendas de que nadie más les entiende y que les mirarán raro.
A pesar de ello, o quizás por ello, en un gesto sin precedentes en la NBA, el quinteto titular de los Hawks (al completo) fue galardonado con el premio a Mejor Jugador del mes de enero de la Conferencia Este. Es decir, de algún modo y ante el asombro de los que no estaban permanentemente pendientes de la secta-cuadrilla, algo hizo clic y no crac: nuevas notitas en la nevera, alguna postura improvisada, la restaurada dignidad de ese salto del tigre a lo Greg Luganis, el obviar los pies helados o terminar con el efecto popcorn: apenas finiquitado el sexo ya no saltas como una palomita de maíz, y tampoco duermes tal y como caíste rendido. ¿Será posible? ¿Es acaso sostenible?
A cualquier distancia desde la que nos situemos (fans acérrimos, diletantes, aficionados en general, locos de los guarismos), Atlanta Hawks brillan como una de las franquicias más reconocibles de la NBA. Después de los dorados arcos o la manzana mordida (y dicen que podrida) de muchos de nuestros ordenadores y móviles, el halcón comecocos tiene un puesto en el Olimpo de los logos: una ilusión óptica que te induce a ver el perfil alado y a un PacMan presto a devorar un punto rojo. Muy simbólico todo, muy emblemático, con hechuras de iconografía pop, y desde luego con pleno sentido para quien haya tenido el temple de seguir a un combo tan propenso la vulgaridad como a las alegrías de andar por casa, parecidas al feliz e inesperado enlace del típico primo o cuñao al que conocías de todas las bodas por achisparse a la hora de los puros y rodar por el suelo de mármol falso.
Para el simpatizante medio los Hawks (en Atlanta desde 1969) son el dominio de Dominique Wilkins y Spud Webb, dos deportistas cuyas cápsulas del tiempo les resucitarán como hologramas de honor en Youtube. O la finca de Mookie Blaylock, un aluvión de talento, records y tribulaciones. Pero también el equipo de Kevin Willis, jugador al que siempre observamos de reojo los cuarentones para imaginar que no somos tan condenadamente viejos (se retiró a los 44 años, según él “en mi mejor momento físico”). El que drafteó a Pau Gasol para luego intercambiarlo por Shareef Abdur-Rahim, que tampoco fue manco.
Y es que los Hawks dan para un museo anatómico: el dedo intimidante de Mutombo, las palmas y las yemas de Tree Rollins (10º taponeador de la historia de la NBA), la muñeca portentosa de Pete Maravich, el anillo en el índice de Bob Pettit, los puntiagudos codos de Moses Malone, los ojos avizor de Doc Rivers, la zurda sobrenatural de Lenny Wilkens (y su mano izquierda como entrenador) o las rodillas respingonas de Steve Smith.
El cuerpo. El cuerpo del delito, el cuerpo presente, ese de unos Hawks que sestearon (con matices) desde el cambio de siglo, y que a duras penas ilusionaban. Una montaña de piel, músculo y huesos que todavía podía salvarse tomando las medidas oportunas, aunque a punto estuvieran de regalar una autopsia gratis con los abonos de las temporadas 11-12 a la 13-14, todas coronadas con derrotas en primera ronda (Celtics, Pacers dos veces) que les llevaron, les arrastraron, hasta ese momento decisivo, concluyente, cardinal que describí al principio con paradas y transbordos en el joven Jason Terry, en el único partido de Rasheed Wallace, en Josh Smith, en el peor record de la liga en la 04-05, en la enervante 2ª selección de Marvin Williams en el draft del 2005. Y también en Mike Bibby y Joe Johnson, jugador franquicia hasta 2012. En Jamal Crawford, mejor sexto hombre en 2010. Y en Stephen Jackson y sus míticos, enigmáticos, descollantes números en 29 partidos tras el All-Star del 2004:
Split | Value | G | GS | MP | FG | FGA | 3P | 3PA | FT | FTA | ORB | TRB | AST | STL | BLK | TOV | PF | PTS | FG% | 3P% | FT% | TS% | USG% | ORtg | DRtg | +/- | MP | PTS | TRB | AST |
All-Star | Pre | 51 | 50 | 1792 | 296 | 710 | 72 | 232 | 90 | 122 | 44 | 211 | 142 | 79 | 10 | 131 | 138 | 754 | .417 | .310 | .738 | .494 | 23.2 | 94 | 105 | -4.9 | 35.1 | 14.8 | 4.1 | 2.8 |
Post | 29 | 28 | 1148 | 240 | 551 | 73 | 195 | 143 | 175 | 53 | 159 | 102 | 63 | 10 | 92 | 78 | 696 | .436 | .374 | .817 | .554 | 28.0 | 108 | 111 | -2.2 | 39.6 | 24.0 | 5.5 | 3.5 | |
La llegada de Danny Ferry (ahora ríes al leer tu nombre tantas veces subrayado con un lápiz fluorescente) y de Budenholzer fueron como cuando le cambias la dedicatoria a un poema para encandilar a una nueva novia. Pero no era a la nueva, sino a la de siempre, a quien le escribiste “te quiero como te querré” recreándote en el amor, ese circo ambulante con sus tigres, payasadas, trapecistas y un rígido calendario de actuaciones. Fue uno de los time-outs del flechazo, semanas antes de que irremediablemente tuvierais que separaros, semanas después de haber exagerado al pronunciar un te quiero del tamaño del Philips Arena. Pero bueno, al fin y al cabo, ¿qué? Prueba superada. Y Play-offs, que es de lo que se trata, aunque no acompañase demasiado la ilusión. Momentos de pequeñas alegrías y desazón mal disimulada. Pero es entonces que deciden tomarle la delantera al tiempo, ganarle en su terreno. Y resulta que la banda mutó: llegaron Kyle Korver, Dennis Schroder, Thabo Sefolosha, Paul Millsap, Jeff Teague, Pero Antic, DeMarre Carroll… y resucita de entre las camillas Al Horford.
Tras un verano fatal de cuyos emails racistas y zozobra en los despachos no quiero acordarme, nos encontramos (nos encontraron) con un clan total de básquet total que, total, apabulló por doquier durante más de tres cuartas partes del ciclo 14-15. Un equipo que se ha resistido a dejar morir su renovada ilusión por competir, por compartir, por vivir, por compartir-es-vivir, y que a posteriori se ha visto superado por lesiones, flagrantes y una galopante escasez de mala leche y peor uva. Me imagino cuántas veces habrá deseado Al Horford, alma del grupo y quizás uno de los jugadores más sensatos, trabajadores y afables de la liga, durante sus muchos meses de lesiones y rehabilitación, que el mundo se detuviera contra toda ley física y con su cuerpo todavía en vigor, pensando que quién sabe, quizás merezca la pena todo el esfuerzo, los doctores, las resonancias magnéticas, los desgarros musculares, las batas blancas: una versión muy precisa y acertada de la vida.
Haber progresado tanto proponiendo un plan de juego tan brillante, con tantos pases con final feliz haciendo dichosos a quien los daba, los recibía y los celebraba, es como para sacar pecho, casi sin pensar si esa deuda (con la ciudad, con el pasado, con nosotros) habrá sido al fin saldada. Son los Atlanta Hawks y no podrían ser otros. Acaban de perder contra el equipo del monstruo, les han barrido y luego han pasado la aspiradora para recoger sus añicos; pero no nos han fallado, han sido fieles a sí mismos y a su espíritu. Y me viene a la cabeza una chica a la que quise con locura y que me dijo una vez: “si estás enamorado, una mamada no se pide, se agradece”. Creo que es lo que pasa con los devotos de los Hawks: saben que no deben exigir ni suponer nada, tan solo asentir y disfrutar del instante, ser al mismo tiempo la piel del vientre y la de la espalda, dejarse llevar, cerrar los ojos y viajar más allá de la técnica escénica que la felicidad alienta, más allá del “yo te aviso” y del “oye, hazte así”. Mucho más allá y mucho más lejos.